Autobiografía de Sun Myung Moon
Lo que sigue a continuación es un extracto del libro “Un hombre cosmopolita que ama al mundo”, que también se ha traducido “El ciudadano global que ama la paz”, la Autobiografía de Sun Myung Moon, best seller en Corea. La obra, de 384 páginas con una foto del fundador del Movimiento de Unificación en la tapa, fue editada en el 2009 por una de las más prominentes editoriales de Corea, la Gimm-Young Publishers Inc. (http://gimmyoung.com), establecida hace más de 30 años y cuyo primer Presidente, Mr. Park, fue un monje budista. Lo que sigue es parte del Capítulo 1 “El alimento es amor: La alegría de alimentar a otros”. Mis ojos son muy pequeños. Dicen que cuando yo nací, mi madre exclamó: "¡Mi bebé no tiene ojos!" Y con sus dedos procuró abrírmelos. Ni bien parpadeé, dijo con alegría: "¡Oh sí, tiene ojos!". Por tener ojos tan pequeños, me pusieron de apodo "O San Chip Chocúm Nun", que significa: "los ojos pequeños de la casa de Osan". Osan era el nombre de la ciudad natal de mi madre.
Aun así, nunca escuché decir que mis ojos pequeños me hicieran menos atractivo. Por el contrario, quienes sabían algo de fisonomía decían que mis ojos pequeños encerraban la predisposición a ser un líder religioso. Creo que es porque, al igual que el diafragma de una cámara fotográfica -que se achica para enfocar mejor los objetos más alejados- un líder religioso debe ser capaz de ver más allá que los demás. Mi nariz es bastante inusual también. A simple vista parece obvio que es la nariz de un hombre terco, que no obedece a nadie. Debe haber algo de cierto en la fisonomía, porque cuando miro hacia atrás en mi vida se me ocurre que nací con estos rasgos para vivir como viví.
Nací en el número 2221 de Sang Sa-Ri, distrito de Deok-eon, Jeong-ju, provincia de Pyong An, como el segundo hijo de Kyung Yu Moon, del clan de Nampyung y de Kyung Gye Kim, del clan Kim de Yeon An. Vi la luz en el sexto día del primer mes del calendario lunar, en 1920, un año después del movimiento de la independencia de 1919. Dicen que nuestra familia se estableció en la localidad de Sang Sa-Ri en tiempos de mi bisabuelo, quien trabajó la tierra construyendo la fortuna de la familia con sus propias manos y nunca probó tabaco ni alcohol. Por el contrario prefirió, con ese dinero, comprar alimentos a los necesitados. Cuando murió, sus últimas palabras fueron: "Bendiciones de todos los valles de Corea irán hacia quien alimente a gente de todas las regiones". Por eso, la sala de nuestra casa estaba siempre llena de gente. A tal punto lo estaba, que incluso personas de otros lugares sabían que si pasaban por nuestra casa, se les daba comida. Mi madre jamás se quejó por tan agotadora tarea.
Mi bisabuelo, tan diligente que tenía por regla no descansar, aprovechaba los ratos libres para fabricar calzados de paja que luego vendía en la feria. Cuando viejo compró unos patos y los soltó, pidiendo en oración que les fuese bien a sus descendientes. También contrató a un maestro de caracteres chinos para que enseñara gratis a los jóvenes del pueblo. Por eso los pobladores lo llamaron "Sun-ok" (joya de bondad) y se referían a nuestro hogar como "la casa que será bendecida".
Luego mi bisabuelo falleció y, mientras yo crecía, aquella riqueza, que solía ser mucha, se fue esfumando. Nos quedó apenas algo de arroz para comer. Sin embargo, la costumbre familiar de compartir nuestra comida continuaba intacta. Alimentábamos primero a los otros, aunque no quedase suficiente para los miembros de la familia. Gracias a ello, lo primero que aprendí, después de empezar a caminar, fue servir comida a los demás.
Durante la ocupación japonesa, el paso obligado de los que huían del país a refugiarse en Manchuria atravesaba Seon-cheon, en la Provincia de Pyong-An Norte. Nuestra casa estaba situada al borde de la carretera principal que iba a Seon-cheon. Aquellos a quienes los japoneses les habían quitado todo, sus casas y sus tierras, y se dirigían a Manchuria buscando comenzar una nueva vida, pasaban delante de mi casa. Mi madre siempre dio de comer a los que pasaban, provenientes de todas las regiones de Corea. Si un mendigo venía a pedir comida y mi madre no reaccionaba con la suficiente rapidez, mi abuelo recogía su plato y salía a darlo. Será porque nací en esa familia que también yo he pasado mi vida alimentando gente. Para mí, dar alimento a las personas es más valioso y precioso que cualquier otra cosa. Si estoy comiendo y veo a alguien que no come, me duele el corazón y mi mano deja los cubiertos.
Sucedió cuando yo tenía 11 años. Se acercaba el último día de diciembre y todos en el pueblo estaban ocupados preparando masas de arroz para las fiestas de fin de año. Unos vecinos atravesaban una situación difícil y no tenían nada para comer. No podía borrar sus rostros de mi mente. Estaba tan preocupado e inquieto que daba vueltas y vueltas dentro de la casa sin saber qué hacer hasta que finalmente recogí una bolsa de ocho kilos de arroz y salí corriendo. Estaba tan apurado para sacar el arroz sin que me vieran que no encontraba un hilo para atarlo. Cargué la bolsa al hombro y corrí cuesta arriba por un camino pronunciado durante casi ocho kilómetros, hasta la casa de los vecinos. Me sentía tan bien al pensar que podía satisfacer el estómago de gente con hambre, que mi pecho agitado latía con fuerza.
El granero estaba al lado de nuestra casa. Tenía sus cuatro costados muy bien cubiertos, para que el arroz triturado no saliese hacia afuera y en invierno no se filtrase el viento y su interior se mantuviese a la temperatura adecuada. Si llevaba brasas de la estufa de casa, el granero era más cálido que una habitación con calefacción. Algunos mendigos que viajaban por todo el país pasaban el invierno allí. Estaba tan fascinado por las historias que ellos contaban sobre el mundo exterior, que cada vez que podía iba al granero. Mi madre me llevaba la comida y también traía lo suficiente para que comiesen mis amigos, los desposeídos. Comíamos del mismo plato, sin importar cuál cuchara era la de quién y pasábamos algunas noches de invierno compartiendo la misma frazada. Cuando llegaba la primavera y ellos partían hacia lugares lejanos, yo me quedaba esperando el próximo invierno, ansioso de que volviesen. Sus cuerpos estarían mal vestidos, pero no sus corazones. Sentían, claramente, un amor profundo y cálido. Yo les daba alimento y ellos compartían conmigo su amor. La profunda amistad y el cálido afecto que ellos me trasmitieron sigue siendo un fuerte estímulo para mí.
Cada vez que viajo por el mundo y veo niños padeciendo hambre y dolor, me viene a la memoria mi bisabuelo, quien nunca vaciló en alimentar a otros.
Video de autobiografía de Sun Myung Moon:
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